miércoles, 1 de septiembre de 2010

Sueños.

Otro sueño, otra vez.
Me marean, me confunden y me atrapan. Son como las olas de un mar enfurecido.
En el fondo, muy en el fondo, sé que me gustan. O tal vez es Dorian el que me guste, tal vez es por él, por lo que al final, no lucho y caigo en sus brazos. Supongo que soy presa de mis sueños.
No entiendo que es lo que quiere mi mente, porqué mandarme estos sueños, porqué poner a Dorian, pero los acepto. Tras semanas en las que casi no dormía he aprendido a convivir con ellos. Una parte de mí, es adicta a ellos. Porque los sueños te sacan de la realidad y creo, o estoy empezando a pensar, que los míos, son especiales, porque no solo me sacan, si no que me dan una mejor, una que me guste y en la cual me sea fácil adaptarme. Mientras sueño, mientras estoy en ello, soy feliz. Sí, parece una locura, pero es así.
En el último sueño que tuve, Dorian y yo estábamos en una playa. Era por la mañana y estaba soleado, pero no había nadie más que nosotros dos. Hacía viento, el cual agitaba la maraña que es mi pelo rojizo como latigazos contra mi cara. Dorian venía a lo lejos, caminando con su grácil andar. Le contemplé embobada hasta que me di cuenta de que él tambien me miraba.Agaché la cabeza y sonreí ruborizada para mí misma.
Entonces se sentó a mi lado, como lo hacía siempre, de repente estaba junto a mí, como a un kilómetro de distancia, no importaba. Le miré aún sonriendo y el respondió con otra sonrisa, pero más brillante, perfecta y hermosa que la mía. Apartó un mechón de mi cabello y lo colocó, con cuidado de no tocarme, detrás de mi oreja. Se giró hacia el mar y lo contempló en silencio junto a mí.
Hacía tiempo que era así, no me tocaba, no me había hablado desde la vez que pronunció su nombre, pero aquello no me molestaba, porque nuestro silencio era cómodo y placentero. Se limitaba a sonreírme y estar junto a mí. A veces, yo aparecía tal cual me quedaba dormida, en pijama y llorando. Era entonces cuando él venía, se sentaba a mi lado y me miraba durante un rato, hacía ademán de pasarme un brazo por los hombros, pero se contenía y hasta que no dejase de llorar, no desaparecía.
Los sueños acababan siempre igual, él se marchaba y me dejaba a mí sola en la oscuridad de la inconsiencia, o, como sucedió la última vez, se marchaba y me dejaba en el paraje solitario.